De los silos legendarios al boom inmobiliario.

Durante décadas, el barrio fue testigo de un emblemático paisaje industrial que definió no sólo su fisonomía, sino también su identidad económica y social: los silos de la empresa Morixe. Situados detrás de la cabecera visitante del estadio de Ferro, sobre la calle García Lorca, estos silos se erigieron como un símbolo inconfundible del barrio, hasta que la dinámica del mercado inmobiliario y la especulación terminaron por borrarlos del mapa.
La historia de Morixe en este barrio porteño comenzó en 1914 con la construcción de su primer edificio, un imponente bloque de cinco pisos ubicado en Rojas 49, justo donde hoy se encuentra la plaza Crisólogo Larralde. Allí funcionaba un molino a vapor, donde se molía y limpiaba el trigo, además de contar con almacenes destinados a la venta directa de harina. La empresa, con un crecimiento sostenido y un lugar destacado dentro del rubro molinero, necesitó pronto expandirse para responder a una demanda en aumento.
Ese crecimiento llevó a Morixe, en 1938, a adquirir un amplio terreno en Cucha Cucha 250, propiedad de la empresa Ferrocarril Oeste. La ubicación estratégica de este predio facilitó la construcción de nuevas oficinas y, sobre todo, de 14 silos harineros que se convirtieron en un elemento fundamental para la producción y almacenamiento. El edificio estaba conectado a un ramal del ferrocarril que permitía el ingreso y salida directa de materias primas y productos terminados, lo que posibilitó a Morixe distribuir harina a lo largo y ancho del país con mayor eficiencia.
Sin embargo, la crisis económica que golpeó al país a comienzos del siglo XXI no fue ajena a esta realidad. En 2001, las instalaciones de Morixe quedaron abandonadas, reflejando el declive de una actividad industrial que había sido el motor del barrio durante décadas. El predio, vacío y descuidado, se convirtió en refugio de 42 familias sin techo que ocuparon terrenos nacionales aledaños, buscando allí un espacio para vivir.
En 2008, el desalojo de estas familias marcó un punto de inflexión. La demolición del viejo molino se llevó a cabo sin las mínimas precauciones sanitarias, lo que ocasionó una proliferación de ratas y murciélagos, generando preocupación entre los vecinos y poniendo en evidencia la falta de planificación en la gestión del espacio público. La pérdida de este símbolo patrimonial dejó una herida abierta en el barrio, que vio cómo uno de sus emblemas históricos desaparecía sin posibilidad de rescate.
En lugar del patrimonio industrial, el terreno fue destinado a un ambicioso proyecto inmobiliario: “Dos Plazas”, un complejo que consta de dos torres-country de 33 pisos cada una, con 264 viviendas por edificio. La construcción de estas torres no solo representó un giro radical en la estructura urbana del barrio, sino también la expresión más contundente de un fenómeno que afecta a gran parte de la ciudad: la especulación inmobiliaria desmedida.
Este boom inmobiliario transformó un barrio caracterizado históricamente por casas bajas y edificios de mediana altura en un área dominada por rascacielos que contrastan fuertemente con su entorno tradicional. Más allá del impacto visual, este cambio implica también una alteración social y cultural profunda, que desplaza viejas memorias y modos de vida para dar paso a una lógica exclusivamente comercial.