Color, sabor y naturaleza en el plato: las flores irrumpen en la cocina como ingrediente versátil. Un biólogo explica cómo reconocerlas, conservarlas y usarlas con seguridad.

La gastronomía actual se permite cada vez más jugar con lo inesperado. Entre las tendencias que ganan terreno, las flores comestibles ocupan un lugar llamativo: aportan color, aromas únicos y matices de sabor que transforman cualquier plato. Lejos de ser una extravagancia, forman parte de una práctica milenaria que hoy vuelve a escena con fuerza.
El biólogo y divulgador Joaquín Ais invita a mirar la cocina desde la ciencia. En su libro Botánica para comer (Siglo XXI Editores) propone conocer la anatomía de las plantas para aprovecharlas mejor y redescubrir su valor como alimento. “Las flores no son solo decorativas: son estructuras con pigmentos, texturas y fragancias que enriquecen la experiencia de comer”, explica. De hecho, verduras tan comunes como el brócoli, la coliflor o el alcaucil no son otra cosa que botones florales. También el clavo de olor y el azafrán provienen directamente de flores.
Ahora bien, no todas son aptas para el consumo. Ais remarca que la regla básica es evitar aquellas que resulten tóxicas, alucinógenas o poco agradables al gusto. Identificarlas con su nombre científico es fundamental para no confundirlas con especies peligrosas. Además, las flores que se vayan a usar en la cocina deben estar libres de pesticidas y químicos, por lo que nunca conviene recurrir a viveros, florerías ni ejemplares recolectados en plazas o al costado de los caminos. Lo ideal es cultivarlas en casa o adquirirlas en lugares que certifiquen su uso gastronómico.
Entre las más populares aparecen los pensamientos y violetas, que suman principalmente belleza; la lavanda, el romero, el orégano y otras aromáticas, que aportan notas frescas o cálidas; el taco de reina, con un toque picante; la borraja, con un sabor entre pepino y mar; y las flores de cítricos, muy perfumadas aunque su recolección implica resignar frutos. También son clásicas las flores de calabaza rellenas y fritas, una tradición en la cocina italiana y centroamericana.
La pastelera Chula Gálvez fue una de las primeras en llevar este recurso al mundo de los postres en Buenos Aires, con flores cristalizadas y alfajores decorados. La chef Paula Méndez Carreras, por su parte, plasmó su experiencia en el libro Cocina con flores, donde combina técnicas tradicionales con el potencial estético y gustativo de los pétalos. Estos ejemplos confirman que no se trata de una moda pasajera, sino de una práctica que encuentra nuevas formas de expresión.
El cuidado en la manipulación es clave. Por su alto contenido de agua, las flores se marchitan rápido y conviene usarlas frescas. Una opción es lavarlas suavemente, secarlas con papel absorbente y guardarlas en recipientes herméticos en la heladera, con un paño apenas húmedo que prolongue su vida. También se pueden secar para infusiones, cristalizar con azúcar para decorar postres, infusionar en vinagres o bebidas blancas para coctelería, mezclarlas con manteca para untar o congelarlas en cubitos de hielo como detalle creativo.
Eso sí: la primera vez que se prueba una flor conviene hacerlo en pequeñas cantidades, prestando atención a posibles reacciones alérgicas, sobre todo en quienes son sensibles al polen. Para Ais, la precaución no debe quitar entusiasmo: “Se trata de garantizar seguridad primero, para luego entregarse a la fantasía que despierta incorporar flores en la cocina”.
Con pétalos en ensaladas, en postres, en infusiones o en cócteles, las flores se convierten en un puente entre la naturaleza y la mesa cotidiana. Una invitación a descubrir que la belleza también puede ser un ingrediente.
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