La visita del Graf Zeppelin a Buenos Aires.

Caballito, barrio corazón de la ciudad, no suele protagonizar los grandes relatos históricos que orbitan alrededor del poder, el espectáculo o el asombro. Pero aquel 30 de junio de 1934, cuando el coloso alemán Graf Zeppelin surcó los cielos porteños, también aquí las cabezas se alzaron, los balcones se llenaron de vecinos y el cielo frío del invierno fue el escenario compartido de una experiencia colectiva irrepetible. Una mezcla de fascinación tecnológica, propaganda política y pura curiosidad popular sobrevoló ese día cada rincón de Buenos Aires, y Caballito no fue la excepción.
Una mañana de invierno que detuvo al barrio
Era sábado, y aunque el termómetro marcaba temperaturas bajas, desde bien temprano los vecinos se volcaron a las veredas, los parques, las esquinas amplias como Acoyte y Rivadavia, o los balcones de los edificios señoriales que comenzaban a erguirse sobre la Avenida Díaz Vélez. Algunos se acercaron al Parque Centenario, otros eligieron la estación elevada del tranvía o las cercanías del Mercado del Progreso para ver mejor. Se hablaba de una mole nunca antes vista en el cielo. Y no era exageración: 240 metros de largo, unos 80 de diámetro, y una altura comparable a un edificio de quince pisos. El Graf Zeppelin no solo era una máquina; era un espectáculo volador.
«Parecía un barco suspendido en el aire», recordaría décadas después un vecino de la calle Hidalgo en un testimonio recogido por el periódico barrial. «Mis padres nos subieron a la terraza y todos los chicos estábamos con la boca abierta. Nadie entendía cómo eso podía volar».
Un coloso nazi sobre Buenos Aires
El Graf Zeppelin no era solo un prodigio de ingeniería. Pintada en su lomo lucía ya, sin tapujos, una gran cruz esvástica. El dirigible, orgullo del régimen nazi que había llegado al poder el año anterior con Adolf Hitler como canciller, funcionaba también como vehículo diplomático y propagandístico. Pero en ese entonces, el símbolo aún no provocaba el rechazo visceral que generaría pocos años más tarde. Para los vecinos de Caballito y el resto de la ciudad, lo importante era ver con sus propios ojos esa «ciudad voladora», como la describieron muchos diarios de la época.
Desde su barquilla inferior, una suerte de cabina de mando y hotel aéreo con camarotes, comedor, sala de estar y hasta un sector para fumadores, los 60 tripulantes y pasajeros saludaban. El capitán Hugo Eckener, célebre por sus travesías atlánticas, hizo volar la nave sobre algunos puntos simbólicos: la Casa Rosada, el Congreso, el Palacio Barolo… y luego siguió rumbo norte. En Caballito, muchos juran que el dirigible redujo su altura para que se lo pudiera ver mejor, que saludó desde el cielo con una leve inclinación, una coreografía aérea que dejó a muchos sin palabras.
Lo que no se dijo
En los márgenes de esa fiesta visual, en el murmullo que corre entre las calles de terracota y adoquines, hubo también otras voces. En los cafés del barrio, algunos parroquianos, especialmente los inmigrantes que habían huido de la pobreza o la persecución en Europa, murmuraban con inquietud. «¿Y esa cruz?», preguntaban. Aunque la imagen del dirigible quedara impresa como una maravilla, algo de su amenaza latía en el fondo. En las redacciones de los periódicos anarquistas del barrio, como el desaparecido La Protesta, hubo columnas que advertían sobre los peligros del fascismo que se extendía con símbolos majestuosos por el mundo.
El final del espectáculo
La parada del Graf Zeppelin en Buenos Aires duró apenas hora y media, y fue en Campo de Mayo. No se permitió un aterrizaje anterior por falta de infraestructura —el gobierno argentino se había negado a construir el mástil de amarre en años anteriores—, pero esta vez sí hubo una bienvenida protocolar, protagonizada por autoridades, soldados y cuatro aviones que escoltaron al dirigible en su descenso.
Tras su partida, miles emprendieron el largo regreso. Desde Caballito, como desde otros barrios, se volvió a pie, en tranvía o en tren. Algunos, con suerte, lograron una foto borrosa. Otros solo cargaron el recuerdo. Lo que quedó fue un hito: ese sábado helado en que el barrio se detuvo a mirar el cielo, como pocas veces lo había hecho y como no lo volvería a hacer.
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